Han pasado cuatro años desde que pasé mi primera semana
universitaria en Valencia. Recuerdo vivamente como, después de siete días,
volvía a casa para celebrar con los amigos las fiestas del Santo Cristo. Me
inundaba una sensación de tristeza, habían sido unos días estupendos con gente
nueva, y me daba melancolía marcharme. Pero por otro lado quería contarle a mis
amigos todas las anécdotas vividas en esa semana, como cuando un compañero se
abrió una brecha en la cabeza al chocar contra el parasol del edificio.
Han pasado tres años,
mira tú por dónde, ahora el que lleva la brecha soy yo. Las cosas van en dirección contraria.
Mientras atravieso el Valle del Jiloca en dirección a Valencia, no para de
inundarme la tristeza y la pesadumbre de alejarme de mi casa, de mi familia, de
mis amigos. Como Tolkien comenta en su obra, basándose en la concepción de San
Agustín del Bien y del Mal:
"Hay quien piensa que solo un gran poder puede enfrentar
al Mal. Pero eso no es lo que yo he visto. Yo he visto, que son las cosas cotidianas
las que mantienen el Mal a raya. Los
actos sencillos de amor".
Un bando de grullas cruzando el
horizonte, el olor de la madera ardiendo en la chimenea, un pastor cuidando del
rebaño a varios grados bajo cero. Las pieles de naranja secándose al fuego, la
visita inesperada de un amigo que te despide en la estación, las anécdotas que
intercambias con quien no ves desde agosto
no verás hasta abril. Croquetas en la mesa, paseos de la mano de tus abuelos. El frío que
te hiela la cara y los guantes que calientan las manos. Una hoguera por los que
se van de casa y una vela por los que no vuelven. Unos prismáticos observando
un herrillo y un huevo de gallina recién puesto.
Fue muy sabio quien dijo que no echas
en falta algo hasta que ya no lo tienes. Que afortunado que soy por tener todo
esto todavía. Que afortunado soy por ser de aquí, de Calamocha. Y cuánto le
debo a quienes permiten que esto siga siendo así.