Tomamos un camino de 4 km asfaltado que lleva de Báguena a Anento, que pasaba al lado de unas cuantas granjas. El camino fue corto y ameno, así que antes de que pudiésemos cansarnos llegamos a la parte en la que el camino se disocia en dos rutas, la de la derecha hacia el Arguilay, y la de la izquierda a Anento. Ya habíamos recorrido dos de los cuatro kilómetros, y en media hora ya estábamos en el pueblo. Tomamos un cerveza en el bar, fuimos al albergue y dejamos las mochilas y los sacos de dormir. Era un edificio acogedor y alegre, con muchas pintadas en el interior. Eramos los únicos que íbamos a estar alojados esa noche, por lo que nos asignaron un pequeña habitación para seis personas situada en la planta baja.
Tras esto decidimos dar un paseo por los lugares más conocidos del lugar, así que visitamos la iglesia desde fuera, callejeamos un poco y cogimos el camino que lleva al castillo medieval. Entramos en él, un sitio muy bonito y muy bien restaurado, desde el cual se puede ver todo el Valle del Jiloca. Mientras bajábamos, nos metimos en una pequeña cueva que había en la ladera. Este tipo de formaciones son muy comunes y características del rodeno, pues las arcillas son fáciles de transportar, y tras millones de años sometidas a la acción de la lluvia, se crean huecos que acaban siendo verdaderas grutas. Continuamos nuestro camino hasta que nos encontramos un cartel donde nos indicaba el sendero a seguir para llegar al Aguallueve, y como aún teníamos fuerzas, nos encaminamos hacia allí. Durante el camino vimos 4 o 5 cabras que corrían por la ladera de enfrente; eran extraordinarias, su capacidad para trepar sin necesidad de manos parece algo incluso fantástico. Así que chino chano llegamos al Aguallueve, y pasamos el resto de la tarde por los montes de alrededor del pueblo.
A la noche volvimos al albergue, y cenamos y hablamos hasta casi la 1, hora a la que nos metimos en nuestros respectivos sacos y nos echamos a dormir. A la mañana siguiente nos levantamos a las 10 para tomar el desayuno. Cada uno durmió como pudo, pero a las diez y media ya estábamos en ruta otra. Volvimos por el camino hasta la bifurcación nombrada antes, y nos dirigimos al Arguilay, y, tras ver la bonita cascada, trepamos hasta la cima del Arguilay, y al llegar arriba os puedo asegurar que tuve una sensación indescriptible, de bienestar, de tranquilidad, de calma. Estábamos ahí arriba y tenía la sensación de que todo estaba donde debería estar. Fue un pequeño momento de felicidad. Tras una pequeña pausa, recorrimos el camino andado, comimos y volvimos a Calamocha tal y como habíamos llegado. Fueron unos muy buenos dos días.
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